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Coatlicue Demián Flores | Mar 2014 Arthur Rimbaud Transcurría el año de 1790 cuando con motivo de trabajos de excavación en la Plaza Mayor o Plaza de Armas en el centro de la ciudad de México surgió del subsuelo una decena de esculturas mexicas, destacando la Coatlicue, la Piedra del Sol y la Piedra de Tizoc. Se dio la instrucción de trasladar a la Coatlicue a la Real Pontificia Universidad. La presencia de la Coatlicue en la Universidad fue motivo de veneración por parte de los indígenas que acudían a contemplar religiosamente la escultura, lo cual motivó que las autoridades resolvieran enterrar nuevamente el ídolo a efecto de evitar un culto indeseado. En 1823 se desenterró la monumental piedra para su estudio y quedó asentado en un testimonio de época: "tuve el placer de ver la resurrección de esta horrible deidad a quien decenas de miles de víctimas humanas habían sido sacrificadas, en medio del fervor religioso y sanguinario de sus encaprichados devotos".1 Se dijo entonces que la Coatlicue era una "síntesis viva y trágica de una dualidad de naturalezas", que es "un proyecto de cuerpo humano todavía anclado en el tenebroso mundo animal". Y así por el estilo se recogieron cantidad de impresiones, interpretaciones, opiniones, etc. que se hicieron en torno a este prodigioso monumento; incluso se ha dicho que los escultores de la Coatlicue expresaron lo que los espectadores de entonces experimentaron con el aspecto horripilante y terrorífico plasmando el efecto deseado y conseguido en el monolito que a tantos años no deja de asombrar por su iluminado simbolismo y de impresionar su lado oscuro, el cual fue definido como monstruoso, idolátrico y sanguinario. De lo que no hay duda, y hoy día es opinión unificada, el considerar este monumento como "la imagen más rotunda del misterio del mundo mexicano y de la belleza indígena antigua". No hay duda de que la Coatlicue es una de las obras maestras del arte universal. Nuestro poeta nobel Octavio Paz resume en unas líneas el devenir de la mirada sobre esta obra cultural: "La carrera de la Coatlicue de diosa a demonio, de demonio a monstruo y de monstruo a obra maestra ilustra los cambios de sensibilidad que hemos experimentado durante los últimos cuatrocientos años. Esos cambios reflejan la progresiva secularización que distingue a la modernidad (...).“ Los estudiosos e investigadores antropólogos nos tienen al tanto de Ios sentimientos disímbolos que ha despertado la Coatlicue entre los espectadores contemporáneos, que va del terror a la admiración, de la repugnancia a la fascinación; así como de las reacciones encontradas que han surgido en diferentes contextos históricos y sociales en los que ha sobresalido la visión eurocentrista de apreciación estética. Se ha dicho y polemizado sobre los calificativos de "horrible" y "terrible" y de respuestas contrarias afirmando que esas son opiniones de espectadores con valores estéticos occidentalizados. A ello, autoridades en la materia coinciden en decir que no se puede soslayar "el carácter cíclico de la maquinaria cósmica dentro de las concepciones mesoamericanas" en donde la alternancia de vida y muerte, de amor y de destrucción, de corazones y de cráneos, es vivencial de los creadores y de las manifestaciones prehispánicas. Sin embargo, la Coatlicue sigue siendo un enigma y un misterio no obstante las revelaciones e interpretaciones que se han hecho. Sigue siendo un desconocimiento que aterra, una revelación que asombra y, a la vez, estremece y contrita. Frente al monolito embarga la sensación de estar frente a una otredad, en lapresencia de algo desconcocido e inédito a la mente. Con su presencia uno queda envuelto en una especie de fascinación que seduce y espanta y el cuerpo recibe un calosfrío y experimenta un impacto fuera de razón que deja sin palabra. La Coatlicue es una representación paradójica que lo sume a uno en el silencio y, a la vez, en un alarido callado. Porque la impresión que causa la mole de piedra es contradictoria pues son claras las ostentaciones que detenta y oscuras las significaciones que desprende. Creo que ninguna descripción oral o escrita dará cabal cuenta de la experiencia contemplativa de la Coatlicue, aún tomando razón de que existen descripciones extraordinarias del monumento, como lo es el análisis casi tomográfico hecho por el eminente científico mexicano Leonardo López Lujan con su interpretación de significados y de otras autoridades. Así, la Coatlicue es "la gran madre de cuyo seno nace toda la vida, los mantenimientos y el maíz"; pero también: "el aspecto monstruoso de la tierra, la devoradora del sol, la divinidad celosa que absorbe el agua celeste y el gran abismo que prepara una tumba a todos los seres vivientes". En este sentir contradictorio es donde surge esta serie de pinturas que realice sobre el ídolo. Del impacto brota el avasallamiento que produce la contemplación de esta escultura cargada de significaciones misteriosas. No son estas pinturas la reproduciión de la imagen tal y como la conocemos; no fue retratarla en vivo en sus detalles; sino desdoblar el ciego avasallamiento, el escalofriante y súbito anochecer de la contemplación; a plasmar el sentir sombrío e inteligible que me formaron la mórbida necesidad de expresarlo. Pintar la oscuridad, el vértigo, el deshacimiento del alrededor, el escurrimiento de la realidad. Es la aproximación al miedo y lo temible ante una presencia que arroba y fascina. Acaso el sentir contradictorio que atrae y repulsa al mismo tiempo, que subyuga y contrita. El célebre literato y ensayista español José Ángel Valente dice, refiriéndose a la experiencia mistico-poética, que en ella surte efecto una suerte de transformación donde el pensar cede o cambia a una "visión intelectiva"; el estudioso señala que la mirada o la visión en estado de éxtasis disuelve la luz, hay una "disolución de los visibles" y una "plenitud absoluta del oscuro rayo de la luz".2 Y si, la contemplación de una forma mística como la Coatlicue te posibilita dejar de pensar para entrar a un estado de contemplación puro: Yo sólo entrecerré los ojos y entré a una cortina de velos oscuros, a una cortina de lluvia negra y escurrimientos entre los cuales la Coatlicue hace fugaces apariciones en lentitud, como el revelado de una foto en donde el objeto teme a la luz y a dejar la oscuridad de su habitat natural. La Coatlicue es una figura evanescente, entrevista entre la ausencia de luz, es decir de color. Frente a la Coatlicue los espectadores experimentan una suerte de expectación gozosa y sufriente a la vez, semejante a la que tienen los fieles postrados ante una imagen religiosa en las iglesias. La contemplación mística referida con anterioridad encuentra su realización contemporánea en las adoraciones de vírgenes y santos por creyentes cuyo arrobo no dista mucho del fervor de los indígenas que prendían veladoras a la mole de la Coatlicue en el patio de la Real Pontificia Universidad cuando fue desenterrada. En el año de 2012 presenté la exposición Estucos con el tema único de una imagen del siglo XVII: la Virgen de la Soledad. En el catálogo de presentación se dice que "el arte, la religión y la espiritualidad se tocan constantemente, pero poco se habla de ello en el momento actual" siendo que es un elemento visual que contribuye a cimentar la propia identidad, y en el propio catálogo se alude a una "reverencia velada". En una revisión de las pinturas Coatlicue que se presentan en San Carlos Centro Cultural, me doy cuenta de una incidencia sobre la pintura como constructora de narrativas visuales. En la Virgen de la Soledad ésta desaparece entre velos y sombras; en Coatlicue, ésta emerge, surge de oscuridades, brota de negruras y escurrimientos. En ambos casos se mezclan miedo y adoración, la fe y el descreimiento, de necesidad esperanzada y temor a lo desconocido, en este regreso de la Coatlicue a la Universidad. La Cebada, Xochimilco, Marzo de 2014. 1 Eduardo Matos Moctezuma, Escultura Monumental Mexica, México: Fondo de Cultura Económica, 2012. Todas las citas entrecomilladas corresponden a este libro. 2 José Ángel Valente, Variaciones sobre el pájaro y la red precedido de La piedra y el centro, Barcelona: Tusquets, 1991. | web design: expomas.com |