Del Trompe l’ Oeil a las trompas de Falopio

José Homero | Catálogo de Exposición "Voyeur" | Oct 2009

Del Trompe l’ Oeil a las trompas de Falopio
José homero

Gustave Courbet pintó en 1866 un cuadro de pequeño formato intitulado "El origen del
mundo". Como nuestras vidas han sido afectadas por la luz fantasmal de los ensueños cinematográficos diríamos hoy que en un plano medio apreciamos a una mujer que yace de espaldas. No se aprecia el rostro, sí unos pezones ligeramente erectos. Toda nuestra atención la atrae el centro magnético de las piernas abiertas, los labios vaginales rosáceos exhibiendo no sólo la anatomía sino también el deseo. Podríamos divagar en torno a ese gesto de abandono, de sumisión o de espera. ¿La mujer se prepara a recibir un cunnilingus, espera la penetración o ha concluido el acto? El matiz ligeramente sonrosado de sus labios vaginales, la hinchazón, delatan una excitación, un deseo latente o apenas concluido.
Este cuadro, cuya cualidad de obra de arte le fuera largamente escamoteada y apenas hará unos años se aprobó su exhibición pública, no sólo inaugura la aproximación directa al sexo y convierte al sexo, en especial a aquello que se apropia y designa el intercambio erótico: los genitales, en tema y representación, sino que en más de un sentido anuncia un rasgo que será distintivo de la imaginación erótica a partir del Siglo XX: el eros como parcialidad, la excitación como ubicuidad. Jugando con el sentido ya que nos proponemos jugar con los sentidos, diríamos que hay una excitación local que se opone a una excitación general. De la anestesia a la sinestesia local. Nuestra imaginación erótica separa zonas del cuerpo en su totalidad y con ello prepara la instauración del pathos pornográfico, que es ante todo una atención desmedida a ciertas áreas del cuerpo, aquellas convertidas en sinécdoque del deseo.
Al concentrarnos en un sexo que se abre y que revela su poderosa belleza al punto que podríamos alucinar pensando en una misteriosa sinestesia y percibir los aromas ligeramente ácidos y terrenos del sexo femenino excitado, la mirada se convierte en una extensión del sexo. Miradas como labios: no casualmente una de las metáforas visuales persistentes en algunas de las obras que se exhiben. Nuestros siglos, los derroteros que conforman la imaginación moderna, son también una idea, una ética diríase del sexo. La excitación no reside más en la transgresión, en la búsqueda de derrupciones a través de la puesta en escena de actos prohibidos, como en los siglos ilustrados donde la designación de filósofo no atraviesa más por el amor a la sabiduría, sino por el amor a los cuerpos. Discurso que se escurre. Y diríase: por el amor a la conversión de los cuerpos en recipendiarios de toda suerte de prácticas antinatura. El cuerpo es un instrumento de la revolución. En tanto instancia sujeta a la normatividad de la sociedad y la religión, degradar el cuerpo equivale a degradar el control y sus instrumentos de cohesión. Hoy el erotismo ha logrado una naturalidad que vuelve a exigir la aberración como norma para existir.
El arte recuerda siempre otra mirada. Hoy que el sexo se encuentra por doquier, que la publicidad coquetea con las asociaciones metonímicas y propone abiertas connotaciones sexuales en sus anuncios de alcohol o de libros, el artista debe volver sobre sus sentidos, volverse en sí, y proponer nuevas perspectivas.
El origen del mundo, un cuadro maravilloso en sí mismo que nos revela la afinidad entre la carne y cualquier otro objeto natural, inaugura una tradición. No sólo convertir al sexo en asunto de representación sino también la configuración del público, del espectador, en voyeur. El origen del mundo es una cerradura por la que se atisba el sexo, diría Marcel Duchamp, convirtiendo con ello al óleo de Courbet en un inusitado conjunto escultórico –Etant Donnes. El sexo, colocado en primer término; deja de ser sexo y se convierte en arte, en una representación. Y detrás de esa puerta, a cuyo ojo ajustamos nuestro ojo, nos topamos con el ojete, los pendejos y el supremo hoyo.
Con esta tradición, del sexo en primer plano, del sexo como genitales –o pezones o culo o axilas o esfínter, cada quien nombre su propia área de deleite–, la imaginación erótica se enriquece mientras se torna específca. En la exposición que con acierto se ha intitulado Voyeur y que hoy nos congrega en un acto ritual en una tierra que es también por antonomasia una planicie surcada por signos sexuales, esa mirada se bifurca en diversas tradiciones, estilos y éticas, maneras de asumir la sexualidad. Aún cuando en la mayoría de los artistas hay representación, en el sentido de exhibir el cuerpo desnudo o velado, connotado o revestido de esas otras maneras de potenciar el erotismo –la lencería acusadamente–, no hay realismo. Hay sí cuerpos connotados. Y aún cuando Niña Yhared exhiba un manierismo que busca entroncar con el decadentismo decimonónico y sus trazos recuerden lo mismo a Bearsdley que a la tradición de la sicodelia esotérica, sus desnudos no son ingenuos. Hay en ese ocultamiento y en
esa promesa de morbidez una violencia soterrada. El vampiro como marca camp pero también los adornos, la textualidad, como indicio de un Eros que es ante todo mirada. Así la trama, el segundo plano, se convierte en primer plano: nótense las extrañas plantas que son racimos de ojos, como aquellos de Octavio, pero también son sexos, vulvas, que se yerguen.
Al referirse al sexo pareciera indisociable la representación. Dentro de la abigarrada muestra hay otros artistas que parecieran limitarse al realismo. Sin embargo: no hay realistas. Que todo sexo es un intercambio simbólico lo demuestran Demián Flores y su construcción sinóptica, casi de fractales, de una sencilla reproducción en grabado de dos vulvas en intercambio; artilugio al que coincidentemente también recurre Ángel Alcalá, quien elabora un tejido con base en la fotografía de una mujer enfundada en una malla de trama selvática y exhibiéndose por detrás, que recuerda a las piernas abiertas y a una vulva. Acaso el más evidentemente representativo sea el grabado de Joel Rendón, quien presenta a una mujer de acusados y fuertes rasgos indígenas con las manos en su entrepierna –presumimos–, ocultas a nuestra mirada. los pezones erectos, la mirada absorta, recogida en sí misma, delatan una inusual concentración cuyo sentido completa esa luna en la alta noche. Mediante ese sencillo elemento se connota toda una cadena: luna, cuerpo femenino, sexo, excitación y plenitud –la luna es redonda. Quien no teme vincular sus
inclinaciones hiperrealistas con el simbolismo y los usos de la antigua textualidad es Rocío Caballero. Presenta un óleo con una mujer en primer plano con lencería de tonos azules y zapatillas de tacón alto color rojo en el cenit del orgasmo: reclina el cuerpo, tensos los músculos largos del abdomen, las piernas abiertas, los labios dilatados… la mujer es una suerte de hada: tiene alas en la espalda. Al concentrarnos, notamos que las alas son de una tonalidad ocre y advertimos que la superficie del cuadro está poblada de criaturas aladas: mariposillas nocturnas. En Rocío, una artista que participa de una gran literaturidad, no a través de la narración sino recurriendo y asimilando prácticas y figuras de la textualidad, hay una fuerte representación, no en un sentido de mímesis sino de conversión de la retórica en una ejemplifcación. La mujer usa zapatos rojos, está demasiado maquillada, tiene alas. No es un hada, es una mariposilla nocturna, como solían denominar los modernistas a las prostitutas. Se trata de una literalización, una conversión de la metáfora en realidad, un procedimiento caro a los artífices del realismo mágico. Y en esa naturalidad de las metáforas, resulta pausible que una mariposilla engendre, en el momento del orgasmo, mariposillas nocturnas que se deslizan por sus muslos. Otros artistas no vacilan en recurrir a la presencia de elementos más ostentosamente simbólicos –en Caballero por ejemplo apenas si notamos el mapa de la Ciudad de México oculto entre las letras y la floración de piraustas–. Las tradiciones son aquí diversas. Están quienes conjugan diversas tradiciones, en especial las láminas orientales y lo que yo denominaría el pop a la mexicana –nuestra mayor artista pop es Frida, esa Madonna del comunismo–. Así en la irónica construcción de Alberto Ramírez, que involucra diversas iconografías, entre ellas el esquema del acto de mirar como se reproducía antaño en los libros de texto, Santa Frida pero nunca frígida, se aúna, aúpa y suma su mirada a la representación de la penetración. En tanto artistas que presumo jóvenes, aluden a las representaciones gráficas de la tradición mediática para componer sus obras: lucha libre, pornografía, esqueletos se entreveran en las piezas de Cristian Pineda o Sergio Sánchez.
Especial mención merecen dos autores, quienes pa’ mi gusto, mejor exponen, sitúan y
sitian la concepción del erotismo. La caja de Carlos Jaurena muestra a un muñeco de trapo con genitales y a una muda de ropa: camisa blanca de manga corta, pantalón bombacho negro, cinturón y dos pares de zapatos. Abajo, en pequeño tamaño, en una esquina aguarda una pequeña muñeca sexual, exhibiéndose con ligueros y tacones rojos –dado que Rocío y Carlos comparten la vecindad y la amistad, ¿se tratará del modelo del óleo de Rocío? Jaurena exhibe que todo sexo es simbólico y atraviesa por una representación y esa representación no se basa únicamente en el imaginario del erotismo sino que ante todo atraviesa por la asunción de un rol. La obra de Jaurena revela la construcción social inherente al género, el papel de la investidura y de ahí la profundidad, que hurga más allá del fondo de su caja. Guillermo Olguín, en su serie, nos exige ser partícipes. No, no se trata de una invitación a un gangbang, sino que sus obras exhiben un minimalismo abstracto que diríamos connotativamente representativo. Connotativa o reticentemente representativo: ¿están ahí esas imágenes o las construimos con nuestra imaginación? ¿De verdad se representan actos de zoofilia, cunnilingus, orgasmos? estoy seguro que alguien podrá ver sólo manchas de Roschach en
estos cuadros, sagazmente irónicos.
Los artistas representativos de Oaxaca, como Miguel Ángel Toledo, César Martínez, Muyaes o Soid Pastrana son quienes acusan más un concepto de representación simbólica. Sus cuadros no participan de las convenciones de la perspectiva pero sí exhiben la naturaleza de su concepción erótica que trasciende los clisés de la pornografía. En Martínez apreciamos un vislumbre de voyeur a través del ojo de la cerradura y mientras su pareja danza casi en posturas tántricas, circundan, son el marco, íconos que aluden a las miradas, a los espermatozoides, los óvulos. Muyals, en una obra cargada de intenciones a la que intitula Veracruz, muestra a dos parejas imbricadas en el intercambio, al punto que los sexos, los cuerpos se confunden y alteran para devenir serpientes que exhiben los pezones, las vulvas. Mirada orgiástica que se consume en el espacio donde la cerradura es un ojo y donde la sinopsis deviene panóptica: un sitio central desde el que se mira todo lo que ocurre debajo nuestro.
Soid Pastrana y Miguel Ángel Toledo comparten la presencia animal. Más próximo a la escuela de Oaxaca, la obra de Toledo se puebla de serpientes, culebras, peces, vagas medusas, tonos deslavados de azul, verde y malva, con cierta carga primigenia. Luz de mundo primitivo. Entorno diríamos acuático, casi amniótico, para que los cuerpos se dispersen, yazgan, se entreveren. En cambio, si Soid comparte la presencia animal y la deconstrucción de la perspectiva, su composición participa más del retablo que del códice. Como otros artistas pospopmodernos –pienso en el otrora célebre Ferrus, en Arturo Rodríguez Dohring– la representación incrusta elementos simbólicos que devienen rutas de lectura. Así, a la connotación erótica del sombrero –léase a Milan Kundera- se suman los cruces de lectura del piso adamado, del ventilador en el techo, de la cama con sábana a rayas. Sexo de hotel que presiden como hieráticas deidades egipcias un cerdo y un coyote. Presidido todo ello, claro, por Roy lichtenstein. Pastrana ha sabido trascender su tradición al convertirse en un pintor donde lo popular convive con el barroco pop.